Solo a mí se me ocurría llegar diez minutos antes que el tren. Cierto es que prefiero esperar a hacer esperar. Aquella ocasión también lo merecía, por supuesto no por mi aspecto. Iba vestida con unos simples vaqueros pirata, unas zapatillas y una camiseta de The Beatles blanca, prácticamente lo primero que encontré en el armario. Qué imbécil soy a veces, así es como NO se da una buena primera impresión.
Ocho minutos. Siete. Cinco. Dos... Las mariposas de mi estómago se desmayaban del agotamiento, el nudo de mi corazón se apretaba con fuerza y casi se me escapa un gemido de ansiedad al ver el tren esperado.
Apretando contra mi cuerpo la mochilita que siempre llevo encima, cuento las personas que salen del vagón más cercano. A medida que se vacía, mi labio se queja de dolor mientras lo muerdo, y grande es mi decepción cuando no le veo atravesar esa pequeña puerta que se cerraba. Nada más suspirar y aliviar los nervios, una voz me susurra en mi oído:
-Qué viaje más largo.
Me giré, llena de sorpresa, y le vi. Ahí estaba, a medio metro de mí, con su gran sonrisa, la piedra del mechero que prende el fuego de mi pecho; sus grandes ojos soñadores y su semblante alegre. Ni siquiera fui capaz de saludar. Simplemente extendí mi mano hacia su pelo, comprobando que era real al enredarlo en mis dedos; deslizarlos por su mejilla y descender al cuello, alimentándome de su tono de piel y del tacto de la misma.
Yo no soy capaz de mirarle a los ojos durante mucho tiempo, y más por miedo que por atrevimiento, tomé sus manos y las enredé por mi propio pelo. Soltó una risa, mientras lo acariciaba y me acercaba hacia él lentamente. Ahora sí, rodeé su cuello con los brazos, escondí mi cara en el hueco de su hombro, sucumbí en su aroma y susurré:
-Por fin te he encontrado
No hay comentarios:
Publicar un comentario